martes, 28 de mayo de 2013

El Extranjero

Cuando el fiscal declaró que yo nada tenía que hacer en una sociedad cuyas reglas esenciales desconocía y que no poseía derecho a apelar al corazón humano puesto que ignoraba sus relaciones más elementales, comprendí que había dejado de ser enjuiciado por haber asesinado al árabe. Incluso, me atrevería a afirmar que, ante los ojos de todas estas personas, la vida de ese hombre era incluso más insignificante que para mí.
No aguanté más y exclamé: mi crimen, mi verdadero crimen, ha sido no regirme por sus normas. Si quisiera liberarme en este momento, tan sólo tendría que representarles una escena hipócrita de arrepentimiento. Podría decirles «Disculpen, tienen razón, fui un mal hijo: debí haber llorado por mi madre, hacer un novenario y demostrarle mi duelo al mundo entero» y sería libre. Sin embargo, ¿de qué serviría esa libertad, si a fin de cuentas, sería a medias? No creo en ningún dios, ni en la falsa moral que predican ustedes, quienes en este instante me juzgan por no haber demostrado un sufrimiento que nunca padecí.
Si para salvarme de la condena, tengo que obedecer sus absurdas exigencias, entonces escojo la cárcel, hasta la ejecución si es necesaria. Creo que la guillotina es más honorable que vivir entre policías de la moral. Ser libre, señores, no es solamente dar un paseo por la playa con Marie; la verdadera libertad es ser uno mismo hasta el final, aunque eso le termine costando el pellejo.

Vamos a sincerarnos: En este tribunal se me juzga, no por el asesinato de un hombre, sino por haberme burlado de los principios de una sociedad que, además de creerse la medida de lo humano, se atreve a dictar preceptos universales inquebrantables. En este sentido, no tengo que alegar nada en mi defensa, ni pienso pedir disculpas, pues no me arrepiento en lo absoluto. Ningún hombre debería arrepentirse de ser libre.

lunes, 27 de mayo de 2013

Hedda Gabler

"What I found most intolerable of all was being everlastingly in the company of one and the same person"

Hay quienes nacen con vocación para el hastío. Alejandra sólo conoce el tedio absoluto y sus desenlaces. Por este motivo, la destrucción se ha convertido en su leitmotiv; a una mujer que está completamente aburrida no le queda más remedio que sumarse al absurdo juego del caos.
Alejandra se acuesta junto a su insípido marido, lo besa con desgano, apaga la lámpara y, en la oscuridad, toquetea las  dos pistolas que guarda en su mesita de noche. Pronto podría ser el final de su función, pronto.
Su esposo se despierta muy temprano para salir a trabajar, ella detesta cocinar, le prepara el desayuno con evidente desagrado y se despide de él con indiferencia. «¡Dios mío, qué hombre tan patético! ¡Qué vida tan patética!», grita, mientras lo mira desde la ventana de su monótona sala.

Tras soltar su ira en soledad, decide no llamar a su confidente como suele hacer durante sus mañanas de aburrimiento. Hasta el escape a la rutina se había hecho rutinario. Camina a su habitación y, con mucha calma, busca una de sus armas. Contempla la pistola, le da vueltas, la acaricia como si fuera esa hija que prefirió no tener; ha estado en esta escena un sinfín veces, la ha ensayado tanto que le resulta tan familiar como su acartonada relación. Sin cartas suicidas, sin llanto, al estruendo lo siguen el silencio y la caída del telón.

Casablanca

"'It's still the same old story, a fight for love and glory, a case of do or die."

De repente, amaneció en Casablanca, siendo Ilsa Lund, pero sin la belleza de Ingrid Bergman en el rostro y alejada de los encantos árabes de Marruecos. Quedaba sólo el blanco y negro, y la sensación de derrota cinematográfica. Reproducía 'As time goes by', cantaba, recordaba que ya conocía de antemano el final de su película.
«¿Será que no nos amamos suficiente?», le preguntó a su Rick, mientras él fumaba y llevaba la nacionalidad de borracho en el bolsillo. «¿Acaso no has visto Casablanca? A veces hay que hacer lo que hay que hacer», le respondió, ocultando su dolor tras su fachada de inquebrantable frialdad.
No sonaba la Marsellesa, no merecía la gran pantalla; tampoco había Segunda Guerra Mundial en juego, la única guerra era consigo misma. Lo sabía, tenía que decidir entre quedarse en el bar con Rick o montarse en el avión para alcanzar algo más grande. Escoge: el amor o la grandeza.