Cuando
el fiscal declaró que yo nada tenía que hacer en una sociedad cuyas reglas
esenciales desconocía y que no poseía derecho a apelar al corazón humano puesto
que ignoraba sus relaciones más elementales, comprendí que había dejado de ser
enjuiciado por haber asesinado al árabe. Incluso, me atrevería a afirmar que,
ante los ojos de todas estas personas, la vida de ese hombre era incluso más
insignificante que para mí.
No
aguanté más y exclamé: mi crimen, mi verdadero crimen, ha sido no regirme por
sus normas. Si quisiera liberarme en este momento, tan sólo tendría que
representarles una escena hipócrita de arrepentimiento. Podría decirles «Disculpen,
tienen razón, fui un mal hijo: debí haber llorado por mi madre, hacer un
novenario y demostrarle mi duelo al mundo entero» y sería libre. Sin embargo,
¿de qué serviría esa libertad, si a fin de cuentas, sería a medias? No creo en
ningún dios, ni en la falsa moral que predican ustedes, quienes en este
instante me juzgan por no haber demostrado un sufrimiento que nunca padecí.
Si
para salvarme de la condena, tengo que obedecer sus absurdas exigencias,
entonces escojo la cárcel, hasta la ejecución si es necesaria. Creo que la
guillotina es más honorable que vivir entre policías de la moral. Ser libre,
señores, no es solamente dar un paseo por la playa con Marie; la verdadera
libertad es ser uno mismo hasta el final, aunque eso le termine costando el
pellejo.
Vamos
a sincerarnos: En este tribunal se me juzga, no por el asesinato de un hombre,
sino por haberme burlado de los principios de una sociedad que, además de
creerse la medida de lo humano, se atreve a dictar preceptos universales
inquebrantables. En este sentido, no tengo que alegar nada en mi defensa, ni
pienso pedir disculpas, pues no me arrepiento en lo absoluto. Ningún hombre debería
arrepentirse de ser libre.
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